Estamos a meses de que inicie el proceso electoral, lo cual significará el banderazo de salida para el activismo de los partidos políticos en pro de la renovación de los cargos públicos de la elección intermedia. Tanto presidencias municipales como diputaciones locales y federales, así como varias gubernaturas, alistan sus maletas para despedirse y —en el mejor de los casos— buscar el siguiente cargo político.
Sin embargo, en medio de esta contingencia que estamos viviendo, se antoja cuando menos difícil la realización de asambleas, mítines y eventos proselitistas de aquellos candidatos que busquen el respaldo popular. Tal vez, el COVID-19 nos obligue a modificar la forma convencional de las campañas electorales, así como nos ha obligado a modificar nuestras conductas sociales.
Un símbolo inequívoco de la competencia es que, durante medio año previo al día de la elección, el ambiente político se envuelve de toda la algarabía y folclore que se vive en torno a las campañas políticas y su preparación; las pancartas, promocionales, los discursos y hasta la agenda de los candidatos persiguen la idea de posicionarse mediáticamente para colocar sus propuestas y persuadir a la ciudadanía que emitirá su voto en el mes de julio.
La promoción, la movilización, las estructuras de tierra y todas aquellas estrategias que buscan ganarse la simpatía de los ciudadanos podrían estar condenadas a transformarse en ejercicios más austeros, ya no por la sobrerregulación electoral o una conciencia social, sino por la simple amenaza que resulta de las pandemias y los virus socialmente invasivos.
Es así como, por el COVID-19, puede ser necesario idear una nueva forma de activismo político más efectivo y menos convencional. Quien encuentre la forma de revolucionar las estrategias, podrá colocarse en el puntal de estos nuevos tiempos electorales.
Atrás deberán de quedar los tiempos de los “votos gremiales”; ha quedado demostrada la ineficiencia del “voto corporativo” que, incluso, logra su efecto contrario cuando se insiste demasiado.
Las campañas ya no pueden obedecer a la “demostración de músculo”: dispendio económico que, por lo regular, resulta más ofensivo que admirable para el ciudadano. ¿De verdad alguien piensa todavía que los cierres de campaña con estadios abarrotados son símbolos de victoria? Debemos rebasar esas muestras de fuerza que tienen más de complejos freudianos que de celebración ciudadana.
Caminar el territorio entero entregando playeras y abarrotando mercados y plazas públicas con más brigadistas que ciudadanos ha dejado en evidencia que no es sinónimo de éxito (si no se acompaña de propuesta para la permanencia o la alternancia).
Todo lo anterior se verá obligado a cambiar ante la amenaza que significa actualmente la concentración de gran cantidad de gente en actividades no esenciales, como lo es un mitin político.
Tal vez sea el COVID-19 el que nos anime a digitalizar de fondo los procesos —en su mayoría costosos— por los cuales transita una elección; entrar de lleno al debate y la promoción en redes sociales, y exigir claridad en las propuestas y oportunidad en la coyuntura de quien busca acceder al poder.
Los recintos repletos de militantes en asambleas populares y hasta el famoso “toca-toca”, casa por casa, serían ejercicios de contagios y transmisión comunitaria de un virus que ha llegado para quedarse y con el cual, aparentemente, tendremos que aprender a convivir.
Tal vez sea esta condición la que nos obligue a meditar a profundidad la aplicación del voto electrónico y aligerar el costo económico de las campañas, generando conciencia ecológica de los recursos y aprehendiendo una practicidad que nos ayude a ahorrar tiempo y dinero, y a fomentar los cuidados en la salud.
El ejercicio democrático de una elección lleva en su esencia una disputa por el poder público, por lo cual, a través de nuestra historia, hemos insistido en las reglas que doten de igualdad y equidad la competencia entre los contendientes. La sobrerregulación ha sido la herramienta favorita de nuestros tiempos para moldear la actividad política en nuestro país y no la conciencia básica de fomentar una competencia que reconozca las diferencias de una manera más práctica.
Esta contingencia sanitaria puede ser la oportunidad para aprender que la competencia electoral es bastante más simple que una feria de colores y dispendio de utilitarios con logos de partido. La elección es, en todo caso, una evaluación periódica del gobierno en turno, en donde la indignación y molestia por sus resultados sean suficientes para inundar las urnas a modo de castigo, o bien lograr un refrendo ciudadano.
Pero si, en lugar de ello, se ponen de moda los cubre bocas con los colores y logos de partidos políticos sin modificar en nada nuestras costumbres electorales, entonces no habremos aprendido nada.
*Militante y analista político